Apartamos el trabajo duro y raramente nos embarcamos en aficiones exigentes. En su lugar, vemos la televisión o vamos a un centro comercial o nos metemos en Facebook. Somos vagos. Y después nos aburrimos y nos irritamos. Desconectados de cualquier foco externo, nuestra atención se vuelve hacia nosotros mismos, y terminamos encerrados en la cárcel de la conciencia de uno mismo.
Mediante el «descubrimiento» estadístico de amigos potenciales, la provisión de botones de «Me gusta» y otras muestras «cliqueables» de afecto, más la gestión automatizada de muchos de los aspectos de las relaciones personales que consumen tiempo, quieren lubricar el proceso caótico de establecer relaciones. El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, celebra todo esto como un «compartir sin fricción» —la supresión del esfuerzo consciente de la socialización—. Pero hay algo repugnante en la aplicación de los ideales burocráticos de velocidad, productividad y estandarización a nuestras relaciones con los demás. Los vínculos más significativos no se forjan a través de transacciones en un mercado u otros intercambios rutinizados de información. Las personas no son nodos en una retícula. Los vínculos requieren confianza, cortesía y sacrificio, todos los cuales, al menos en la mente de un tecnócrata, son fuentes de ineficiencia e inconveniencia. Eliminar la fricción de los lazos sociales no los refuerza; los debilita. Los asemeja a los lazos entre consumidores y productos: se forman fácilmente y se rompen con la misma facilidad.
Mark Zuckerberg, al llamar a Facebook «servicio básico» (como hace frecuentemente), apunta a que quiere que la red social se funda con nuestras vidas de la forma en que lo hicieron el sistema telefónico y la red eléctrica. Como un padre entrometido que nunca dejan a sus hijos hacer nada por sí mismos, Facebook termina por degradar y disminuir cualidades de carácter que, al menos en el pasado, han sido consideradas esenciales para una vida completa y vigorosa: ingenio, curiosidad, independencia, perseverancia, atrevimiento.
Las redes sociales nos empujan a presentarnos de maneras que se ajustan a los intereses y prejuicios de las empresas que las manejan. Facebook, a través de su línea del tiempo y otras prestaciones documentales, anima a sus miembros a pensar que su imagen pública es indistinguible de su identidad. Quiere encerrarlos en un yo único, uniforme, que persiste a lo largo de sus vidas, desdoblándose en una narrativa coherente que empieza en la infancia y termina, suponemos, con la muerte. Esto encaja con la concepción estrecha de su fundador acerca del yo y sus posibilidades. «Tienes una identidad», ha dicho Mark Zuckerberg. «El tiempo en el que tenías una imagen diferente para tus amigos o colegas de la oficina y para la otra gente que conoces está llegando probablemente a su fin con bastante rapidez». Sostiene incluso que «tener dos identidades es un ejemplo de falta de integridad”. No sorprende que esa visión encaje con la voluntad de Facebook de agrupar a sus miembros en paquetes ordenados y coherentes de datos para anunciantes. Tiene el beneficio añadido, para la empresa, de hacer que las preocupaciones sobre la privacidad personal parezcan menos válidas. Si tener más de una identidad indica falta de integridad, entonces el anhelo de mantener ciertos pensamientos o actividades fuera del escrutinio público sugiere una debilidad de carácter. La concepción del individuo que impone Facebook a través de su software puede ser, sin embargo, sofocante. El yo rara vez es fijo. Tiene una cualidad proteica. Emerge mediante la exploración personal y se modifica con las circunstancias. Esto es especialmente cierto en la juventud, cuando la autoconcepción de una persona es fluida y está sujeta a pruebas, experimentación y revisiones. Estar atrapado en una identidad, particularmente en una fase temprana de la vida, puede anular posibilidades para el crecimiento y la realización personal.