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Si te soy sincera, este post llega un poco tarde. Hacía meses que lo quería escribir, después de que mi prima viniera a visitarnos desde París y me contara que para ir al aeropuerto había usado los servicios de la famosa y controvertida empresa de “Automóviles de Turismo con Conductor” – en adelante ATC- Uber.
Ya habrás oído hablar de esta compañía que desde 2009 pone el mercado del transporte de pasajeros a prueba y se ha ganado el odio total y absoluto de todos los taxis convencionales del mundo (o por lo menos de los 67 países donde Uber actua). Su metodología es sencilla y brillante a la vez: ofrece un servicio de alquiler de ATC basado en una aplicación móvil que permite a sus usuarios localizar los vehículos más cercanos y conectar con ellos inmediatamente.
En otras palabras: estás en la calle con tu maleta, no hay taxis y tienes prisa, entras en la app con tu móvil que detecta tu ubicación usando el gps de tu teléfono y te conecta directamente con el conductor más cercano. Te viene a buscar, te lleva, es más barato que un taxi tradicional y, guinda del pastel, no necesitas tener dinero en efectivo para pagar puesto que la tarifa se carga automáticamente a la tarjeta bancaria que tienes registrada en la app. Fantástico, ¿verdad?
Uber ha logrado el sueño de cualquier organización ambiciosa: crear un servicio innovador que aporta mucho valor a sus usuarios. La idea es excelente, la ejecución impecable. Chapeau. ¿Y cómo lo han conseguido? Observando a la gente simplemente y solucionando un problema real de manera eficiente. Innovación creativa en todo su esplendor.
Todo iría perfectamente bien para Uber si no fuera por la reacción de los taxis tradicionales. Desde Los Ángeles hasta Sydney, pasando por Singapur y sin olvidar desde luego a Francia -reina de la reivindicación-, el sector se opone, se resiste, se queda entrampado en el rechazo de una situación que le supera por completo.
En vez de competir sanamente, los taxis paralizan las ciudades a modo de protesta, tomando como rehenes a sus propios clientes… Penoso y lamentablemente muy representativo de lo que impide que algunos colectivos innoven, y -diría incluso más-, que nuestra sociedad mejore en muchos aspectos.
Negar que el mundo esté cambiando y con él las expectativas de los ciudadanos, usuarios o clientes, es ridículo. En vez de defender un sistema obsoleto basado en un monopolio archi-regulado e intentar impedir que otros propongan cosas nuevas, los taxistas se deberían plantear cómo mejorar sus servicios y fidelizar a sus clientes. Sin hablar de los políticos que -por lo menos en Francia- quieren debilitar la propuesta de valor de Uber a golpe de enmiendas patéticas.
Tal como lo dice Sylvia Schmelkes:
La complacencia es el peor enemigo de la calidad.
Muchos taxistas siguen sin entender por qué Uber tiene tanto éxito. Debe ser el precio dicen, excusa de toda la vida. Se equivocan. Triunfan porque su oferta se adapta mejor a las necesidades reales de los usuarios y porque proponen una experiencia única, innovadora y memorable. Entre un restaurante donde te tratan mal y te sirven comida asquerosa, y otro donde te tratan de maravilla y te sirven platos exquisitos, ¿con cuál te quedas? ¡Pues eso! Ni más ni menos.
Pero ellos no lo quieren ver. Se auto-engañan convencidos de que por ser actores históricos, la sociedad les debe algo y su futuro está garantizado. Esta actitud puede ser cómoda hoy, pero muy peligrosa a largo plazo.
De hecho, el pasado ya nos ha demostrado lo que ocurre cuando los líderes no cuestionan sus modelos y se duermen en sus laureles. En tu opinión, de las 100 empresas identificadas como las más grandes a nivel mundial en 1900, ¿cuántas han sobrevivido? La única que lo hizo manteniéndose en el mismo sector es Ford Motors. Todavía existen otras 15 empresas, pero sus actividades principales han cambiado por completo. Todas las demás han desaparecido…
Para concluir, te dejaré meditar esta cita sacada de la primera escena de una película francesa muy, pero que muy potente: “La Haine” (“El Odio”) dirigida por Mathieu Kassovitz.
Es la historia de un hombre que cae de un edificio de 50 pisos. El tío, a medida que está cayendo, se repite para tranquilizarse: “Hasta aquí todo bien, hasta aquí todo bien, hasta aquí todo bien…”. Pero lo importante no es la caída, sino el aterrizaje.