Adherido entusiasmadamente a la renovación litúrgica, incluso antes de producirse el Concilio Vaticano II, este hito eclesiástico vendría a respaldar sus inquietudes, aprovechándolo enteramente para resolver de modo satisfactorio, a través de la arquitectura, la nueva y más cercana relación entre el clero y su feligresía. Sus numerosas propuestas pre y posconciliares, a pesar de su alejamiento de los habituales canales de divulgación, habrían de convertirle en uno de los especialistas en la materia en España, avalado, en gran medida, por su papel de arquitecto de confianza de la jerarquía católica, que le proporcionaría proyectos diversos para cumplir su ministerio por toda la geografía, de Barcelona a Ceuta, de Navarra a Castellón[1] <#_ftn1> . Se convirtió así Luis Cubillo, desde el interior, en vehículo propagador del lenguaje internacional, de modo natural, casi inconsciente, embriagado por su distintiva modestia, caracterizando esta nueva sintonía toda su producción religiosa, desde sus primeras iglesias de referencia, como Nuestra Señora del Tránsito en Canillas (1956), provocadoramente rupturista, hasta San Fernando en Madrid (1969), con un complejo y evolucionado sistema compositivo, incluyendo igualmente otras intermedias, circunstancialmente menos ambiciosas.
Dentro de estas últimas piezas, y bajo la estela de la segunda, viene a colación la iglesia que, bajo la advocación de Santiago Apóstol, proyecta Cubillo en 1972 para la Urbanización Guadarrama, en esta localidad de la sierra madrileña, un núcleo de segunda residencia constituido por bloques de pretensiones alpinas, de tres alturas más baja, proyectados seis años antes por el arquitecto Juan Fernández-Yáñez.
Para quién estas líneas escribe, ver con ojos de niño la construcción de aquel templo, la consecución de la promesa de sustituir los oficios al aire libre, en una improvisada plazoleta de la incipiente urbanización, por otros bajo techado, supuso, cuando menos, una emoción teñida de desconcierto. Turbado por el contraste, entre esta arquitectura religiosa, a todas luces ya comprensiblemente novedosa, y la ecléctica e historicista del Ensanche, en la que me había educado, vi sustituir la habitual monumentalidad y verticalidad de ésta por la discreción de un edificio que, respetuoso con los colores blanco y negro dominantes, se desarrollaba horizontalmente para quedar fusionado con el entorno, a lo que ayudaba, y no poco, sus cubiertas infinitamente inclinadas, bajo la coetánea influencia escandinava. Se mantenía la direccionalidad de la asamblea hacia el ara, pero se reemplazaba el eje transversal a fachada por el diagonal de la planta cuadrada de la nave, provocando una tensión compositiva, acentuada por los haces de luz del frente opuesto, los cuales, quebrando su línea, envolvían el espacio de una penumbra que invitaba a la oración. La fluidez frente a la compartimentación, con un salón de actos que se unía a la nave mayor en función de la necesidad, y mediante puertas correderas con hojas de madera de gran dimensión, así como la sinceridad constructiva y estructural, con grandes jácenas vistas de hierro, en vez de falsas bóvedas nervadas, fueron también atributos que confundieron e impresionaron mi mente.
Yo no sabía quién era su autor. Sólo mucho después, al conocer la magnífica arquitectura de Luis Cubillo, empecé a intuir su autoría, la autoría de esta iglesia de Guadarrama que hoy en gran medida permanece, prácticamente tal cual él la ideó, si acaso más aislada, despejada finalmente de los bloques próximos previstos y de la calle posterior, aun cuando esto supusiera la conversión de su frente norte en medianería de un complejo deportivo que perturba su paz interior, al mezclarse involuntariamente las voces profanas con las sagradas.
La confirmación es más reciente. Coincide con la donación del archivo de Luis Cubillo a la Fundación Arquitectura COAM en el año 2005, donde quedaba recogido ese proyecto, el cual, como los restantes de su producción, forma parte de la memoria de su legado que custodia el Servicio Histórico, el que ahora se divulga. Me cabe la satisfacción de haber sido testigo de este proceso, y la colma particularmente el haber dejado anclado, de algún modo en él, alguno de mis nostálgicos recuerdos infantiles.
Sirve también de verificación de lo expuesto el encargo de resumir en un libro inédito, pero avanzado, los resultados arquitectónicos de lo hecho por sus compañeros y por él mismo para la iglesia española posconciliar, en el cambio de la década de los 60 a los 70.